De ahí que, para hacerse hijo de Dios, el hombre no tenga que despreciar su condición carnal, sino que ha de acoger al Logos que se le manifiesta en el hombre Jesús. Adviento es contemplar al detalle ese «renuevo del tocón de Jesé» y dejar enamorarse por su estilo. Ese no juzgar por apariencias, ni sentenciar de oídas, sino cuidar con esmero a pobres y desamparados (cfr. Is 11,1-11). Es decir, Adviento es desalojar «nuestras inhumanidades». Más tarde vendrá el contemplar muy de cerca su nacimiento, su vida, estilo y muerte, para así irnos «transformando en su imagen con resplandor creciente» (2 Cor 3,18).