El sacerdote don de Dios para el mundo. Día del Seminario 2011.

REFLEXIÓN TEOLÓGICOPASTORAL.

«El sacerdote es un don del corazón de Cristo: un don para la Iglesia y para el mundo» (Benedicto XVI, Ángelus 13.06.10).

El día en que Benedicto XVI exhortaba con estas palabras tras el rezo del ángelus a la multitud congregada en la plaza de san Pedro, Roma era un hervidero de sacerdotes venidos de todas partes del mundo. El motivo de esta concentración de culturas, lenguas y geografías diversas, expresión de una fraternidad presbiteral que no conoce fronteras, era la conclusión 
del Año Sacerdotal que el Santo Padre había convocado un año antes para conmemorar el centenario de la muerte de san Juan María Vianney. No obstante la pléyade de voces alzadas en convenios teológicos, publicaciones y alocuciones diversas a propósito de este evento, pocas palabras como las proferidas por el Papa aquella mañana logran iluminar con igual sencillez y clarividencia la esencia del sacerdocio ministerial. 

«El sacerdote, regalo de Dios para el mundo». Este es el lema que, parafraseando la frase de Benedicto XVI, anima la jornada del Día del Seminario de este año. El eslogan puede resultar algo manido, dado por descontado; una obviedad sobre la que no merece la pena detenerse. No obstante la posibilidad de esta inmediata impresión, quizá sea hoy más que nunca necesario afirmar que el sacerdote representa para el mundo una acción de Dios en la que se refleja su predilección amorosa por los hombres. 
Esta verdad, llamada a animar el ejercicio del ministerio e interiorizarse en quienes se preparan para recibir el sacramento del orden, exige su proclamación constante, sobre todo en un mundo que ni parece necesitar ni solicita este «regalo». 

1. Un mundo «de-sacerdotalizado»
En efecto, no parece que ni la sociedad ni la cultura contemporánea contemplen en la figura del sacerdote un bien necesario para el funcionamiento del tejido social. Hoy en día, el presbítero es considerado por una mayoría de bautizados no practicantes como una especie de 
«funcionario» cualificado, que presta un servicio religioso en momentos cruciales de la vida como el nacimiento, el matrimonio o la muerte. Para un número creciente de ciudadanos que se manifiestan indiferentes en materia de religión, el sacerdote carece de significación pública alguna. Los miembros de otras religiones lo consideran un representante oficial de la Iglesia. Por último, para un número no desdeñable de cristianos practicantes, con diversos grados de compromiso, el sacerdote se muestra como guía espiritual, mediador del encuentro sacramental entre Dios y el hombre, animador de la comunidad, de los ministerios y carismas que la constituyen. El sacerdote preside la Eucaristía, momento festivo y gozoso en el que se hace actual la salvación acaecida en la muerte y resurrección de Cristo, y visibiliza el rostro misericordioso del Padre en el sacramento de la penitencia.
Esta fragmentación de significado social, cultural y religioso de la figura del sacerdote constituye un fenómeno relativamente reciente que discurre a la par del proceso de secularización en el que estamos inmersos. Si hasta hace poco el sacerdote era captado con unos rasgos unívocos que permitían incluso delinear personajes literarios emblemáticos, hoy asistimos al surgir de una generación que al leer San Manuel Bueno y Mártir, El poder y la gloriao Diario de un cura rural, no logran simpatizar con el drama interno que asola a sus protagonistas, sacerdotes atenazados por la duda, la responsabilidad ante el pueblo cristiano y un reverencial temor de Dios. Esta ausencia de empatía refleja el desvanecimiento de un «mundo» familiarizado con la cosmovisión cristiana y sus elementos constituyentes, situación  que conlleva un «extrañamiento» creciente ante la figura del sacerdote.
El «mundo» diseñado en Occidente durante el siglo xx, marcado por las guerras mundiales y el delicado equilibrio entre las grandes potencias, es un mundo labrado a partir de un puñado de ideas que portan en sí el legado de una larga incubación filosófica y teológica. Principios como la emancipación, la lucha o la liberación, con sus variados adjetivos o genitivos –lucha obrera, emancipación de la mujer, liberación sexual–, han guiado la actividad humana y la búsqueda espiritual del hombre del último siglo. En los albores del tercer milenio, una idea sobresale como herencia de este devenir cultural entre los nuevos mitos que sustentan el contrato social: la idea de «progreso».
La idea de progreso constituye uno de los elementos basilares de la cultura en la era de la técnica y es, en gran medida, consecuencia de ella. 
El papa Benedicto XVI se ha hecho eco en repetidas ocasiones de la visión del mundo emergente de una «ideología del progreso», versión secular de la esperanza escatológica, y de las dificultades que esta estación cultural genera para la vivencia de la fe cristiana, que se ve sustituida por una «fe en el progreso»

El «mundo» que emerge de esta visión se ve privado de un horizonte escatológico, de la confianza radical en la promesa del Padre que ha sido cumplida definitivamente en Cristo y que aguarda su recapitulación última. En un mundo así, el sacerdote, puente tradicional entre la orilla del «mundo» y la del Reino, deviene innecesario y prescindible. 
Sin embargo, la fe en el progreso se demuestra incapaz de generar sentido.  En el panorama de increencia generalizado, proliferan experiencias de diverso género que tienen en común la búsqueda (¿desesperada?) del sentido. Las corrientes afines a la New Age, la meditación trascendental, el yoga, etc. toman el puesto de las tradicionales prácticas cristianas, ofreciendo 
una vía para afrontar la «tragedia» de una existencia humana regida por la mera necesidad

El sacerdote es sustituido, en cierto modo, por el gurú, el maestro de relajación o el personal-trainer

2. ¿Un sacerdocio «de-mundanizado»?
La situación esbozada en las líneas precedentes es susceptible de múltiples interpretaciones. El Concilio Vaticano II ha marcado, sin embargo, una orientación fundamental en la comprensión de la relación de la Iglesia con la comunidad humana, expresada en la constitución Gaudium et Spes. 
Esta orientación de apertura y diálogo nace de la natural vocación de la Iglesia a anunciar a todos los hombres la Palabra de la salvación acontecida en Cristo, lo que nos obligar a considerar como tentación el impulso hacia el repliegue que nace de la constatación de un «mundo» sordo ante la Palabra de Dios.
La tentación del repliegue hacia el interior afecta sobremanera a los sacerdotes, quienes han sido objeto de un progresivo exilio de los ámbitos de la cultura y de la incidencia pública. Una funesta consecuencia del «anticlericalismo» –actuado en diversos ámbitos y con intensidad variada–, ha sido no solo la difusión, sino también la interiorización en no pocos ministros, de un errado convencimiento según el cual el sacerdote no debe sostener discurso alguno en la construcción del espacio público

Su ámbito de acción se limita a la esfera de lo privado y de lo confesional. Este arrinconamiento no procede de una voluntad directa, sino que es la consecuencia de una organización del mundo basada en la ideología del progreso. El espacio público es ocupado por el libre mercado, los valores económicos y la carrera desenfrenada por el poder. El encuentro con Cristo y el amor son acontecimientos de la vida humana que quedan fuera de la organización cívica. Y, sin embargo, son los eventos fundadores de una existencia auténtica, de los que el sacerdote se hace eco con su propia vida entregada a la causa del Reino.
La existencia sacerdotal está sostenida por una paradoja de no fácil gestión. Por un lado, el presbítero está llamado a guiar a una comunidad eclesial concreta, para que esta sea precisamente «voz» en el mundo de la Buena Nueva. El presbítero es un hombre fundamentalmente dedicado a su comunidad, en la que preside la Eucaristía y perdona los pecados, proclama la Palabra y anima los ministerios y carismas. El sacerdote es, en este sentido, un «hombre de Iglesia», que representa visiblemente la institución eclesial. 
Pero por otro lado, la evangelización y el apostolado constituyen un aspecto esencial de su identidad ministerial, que adquieren una especial relevancia en un contexto marcado por la secularización y la increencia. 
La gestión de esta tensión inherente al sacerdocio da lugar a no pocas incertidumbres sobre el modo concreto de llevarla a cabo.  Una articulación posible de la misión de la Iglesia consiste en la «funcionalización» de las tareas: mientras que a los laicos les compete el anuncio de la palabra en el «mundo», de los sacerdotes se espera la proclamación de esta misma Palabra en el seno de la comunidad eclesial. Este modo de vislumbrar la actividad misionera de la Iglesia, sin embargo, parece en cierta medida preso de una «lógica de la eficiencia» que ha de ser juzgada teológicamente. En una visión del género se produce un riesgo considerable de de-mundanizar el ministerio sacerdotal, esto es, de apagar el originario dinamismo apostólico de la vocación presbiteral en beneficio de una concentración en las tareas típicamente eclesiales.
La historia de la Iglesia brinda una dilatada nómina de figuras sacerdotales que, explorando esta originaria dimensión apostólica, han contribuido a forjar síntesis y visiones de vida que permanecen como un tesoro inmaterial de la humanidad: san Ambrosio, san Agustín, santo Tomás de Aquino, Bartolomé de las Casas, Erasmo de Rotterdam, el beato John Henry Newman, etc. Estos y otros tantos nombres fueron sacerdotes que, en los momentos críticos de la historia, esto es, cuando se gestaba una nueva estación del espíritu humano, realizaron contribuciones originales e imprescindibles de las cuales aún hoy se alimenta nuestra experiencia espiritual y cultural. Reivindicar su memoria como sacerdotes que entendieron su ministerio como servicio a la Verdad, y en consecuencia como servicio al «mundo», es un acicate para explorar nuevas vías de expresión de esta dimensión apostólica del ministerio sacerdotal. 

3. El sacerdote, un don para el mundo hoy
En tiempos de incertidumbre, se antoja más necesario que nunca prolongar la estela de tantos sacerdotes que han sido claves para la renovación espiritual y social del «mundo» en distintas épocas y geografías. La proclamación del Evangelio más allá de los confines de la Iglesia –la 
nueva evangelización– constituye esencialmente al sacerdocio ministerial. 
No se trata de una dimensión accesoria o prescindible, sino de un impulso constitutivo de la identidad presbiteral que encuentra su mejor expresión en la «caridad pastoral», que «los pone en la iglesia (a los sacerdotes) como servidores autorizados del anuncio del Evangelio  a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados»

La postura de Jesús ante el «mundo», de cuya caridad pastoral participan los presbíteros, esclarece el sentido y el modo de la donación del sacerdote al mundo. El Evangelio de Juan presenta una teología sobre la relación de la Iglesia con el mundo, en el que se describe un modo de situarse ante las realidades terrenas desde la fe en Jesús y la esperanza en el Reino venidero. «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18, 36), afirma Jesús ante Pilatos. La lógica del Reino de Dios que Él ha proclamado y la lógica del mundo no se confunden. La Iglesia, prolongando la misión de Cristo, ha tratado de mediar, aunque no pocas veces oscureciendo el brillo del Evangelio, la relación entre el mundo y el Reino de Dios al que la humanidad entera ha sido convocada. La Iglesia, que constituye ya en la tierra «el germen y el principio de este 
reino», continúa su peregrinaje hasta que «todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra» sean reconciliadas con Cristo (Col 1, 20).
Al sacerdote le compete hoy seguir convocando a todos los hombres a descubrir la promesa de Dios y suscitar la esperanza en el advenimiento definitivo del Reino. Esta función, que brota del impulso apostólico que anima su vocación presbiteral, requiere una sensibilidad evangélica que colorea tanto su presencia en el mundo como su relación con las realidades terrenas. Sobre el modo de articular concretamente este tipo de presencia, sugerimos algunas vías concretas.El sacerdote puede ser hoy un verdadero «regalo» de Dios al mundo si se atreve a desvelar su lógica aplastante, guiada por la auto-afirmación y el poder. Lo expresa de un modo sobrecogedor Fiedrich, el personaje de la película La caída de los dioses, cuando en su afán de poder y enriquecimiento se ve «obligado» a asesinar a su socio: «He aceptado una lógica despiadada de la que jamás podré liberarme». El «mundo» de hoy, que confía ciegamente en la idea del progreso, cae preso de una lógica deshumanizante en la que el dinero, el poder sobre los otros, la auto-afirmación, devienen principios rectores de la existencia. El sacerdote ha de tener el coraje de poner de manifiesto las nuevas idolatrías, no con un fin reprobatorio e incriminador, sino con un interés soteriológico que nace del convencimiento de que todo hombre ha sido llamado a degustar la salvación definitiva acaecida en Cristo. Solo después de este desenmascaramiento, el sacerdote deberá proponer la lógica de Jesús, basada en el servicio humilde y en el amor desinteresado, como principio rector de una existencia verdaderamente humana.
El ejercicio de este servicio al mundo requiere de un esfuerzo constante por reavivar la dimensión profética y poética de la existencia sacerdotal.
El don del Espíritu recibido en la ordenación exige la puesta en juego de todas las potencialidades y capacidades personales. Los presbíteros y los candidatos al sacerdocio, como reiteran los documentos del Magisterio que abordan la formación presbiteral, han de cultivar una sensibilidad cultural, intelectual y espiritual que les permita escudriñar los signos de los tiempos. El ejercicio de esta función profética conlleva un interés verdadero por la literatura, las artes, el cine, etc., esto es, por todas las creaciones donde cristalizan el espíritu y los símbolos de la cultura de nuestro tiempo, que portan propuestas de sentido en ocasiones ajenas a cualquier significación trascendente. Conlleva también un conocimiento de las leyes económicas y de las estrategias políticas, del funcionamiento de los medios, el «cuarto poder», y del modo en que la así llamada «opinión pública» es generada y difundida. Conlleva, en definitiva, una destreza mínima para circular en el alambicado circuito de la postmodernidad, donde no existen reglas fijas ni metas predefinidas.
El sacerdote es «regalo» de Dios al mundo también cuando se empeña en las actividades típicamente eclesiales, esto, es cuando edifica y acompaña a la comunidad eclesial. Los hombres y mujeres que constituyen esta comunidad también viven en el tiempo presente, con problemáticas y desafíos idénticos al resto de individuos que componen la sociedad en la que se hace presente la Iglesia. Es responsabilidad del ministro ordenado conducir a la comunidad 
cristiana de tal modo que esta llegue a ser verdadera «luz del mundo» (Mt 5, 16). En no pocas ocasiones se alzan lamentos entre el pueblo de Dios ante la superficialidad y escasa preparación de muchas homilías. Qué distinto sería si el sacerdote que las proclama se hiciese siempre consciente de que los destinatarios de sus palabras viven y están «en el mundo», atenazados por preocupaciones y proyectos que ocupan al conjunto de los ciudadanos. 
El sacerdote es «regalo» de Dios al mundo cuando a través de su existencia concreta, su estilo de vida, sus gestos y palabras, contribuye a desvelar el rostro trinitario de Dios; cuando su «mundo personal» rezuma misericordia, hospitalidad, entrega. La antropología dominante está profundamente marcada por la idea de subjetividad personal. Cada uno construye su propio «mundo», su personal visión de la existencia, a partir de las experiencias hechas, de las decisiones tomadas y de las acciones emprendidas. No existe un solo «mundo», esto es, una cosmovisión dominante, sino una pluralidad de mundos, de modos de ubicarse en la existencia, de maneras de vivir la propia vida. Al sacerdote se le abre un precioso campo de acción: el acompañamiento a los jóvenes en la creación del propio mundo, en la gestación de la propia identidad, que tiene que ver con el descubrimiento y asimilación de la vocación personal a la que cada uno ha sido llamado.
El sacerdote es, por último, «regalo» de Dios al mundo cuando  reza por él, cuando hace memoria en su oración de la conflictividad inherente al mundo, de las víctimas de las guerras, del injusto reparto de los bienes, de los desastres naturales, etc. Las palabras de Jesús sostienen el impulso apostólico del presbítero, consciente de que este afán, como nos recuerda 
Benedicto XVI, nace del corazón de Cristo: «Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. No solo por ellos ruego, sino también para los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 18-20).
Fuente: CEE.

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